Cuando Cortázar hace desfilar Cronopios, Famas y Esperanzas en sus
historias, ¿está haciendo algo serio? Cuando Felisberto Hernández nos hace
enternecer con el acomodador que ilumina la oscuridad de la sala de cine con
sus ojos, ¿por qué habríamos de tomarlo en serio? Cuando Isidoro Blaisten dice
que el poeta es un gato de cinco patas y
un olmo que da peras, y luego agrega que todo poeta es inútil, y para
sus familiares un inútil…, ¿no se ríe acaso de nosotros,
de sí mismo y de la literatura? ¿Cómo encontrar allí la seriedad de la
escritura según afirmamos en el título?
No hay contradicción. Insisto, escribir es algo muy serio en tanto
significa el compromiso del que escribe. Y no se trata del compromiso en
términos de Sartre, es decir, del “escritor comprometido” que en su obra
plantea las problemáticas sociales y políticas de su tiempo, fijando su
posición, o pronunciándose públicamente en relación con esos problemas y
conflictos.
No, no es ese compromiso al que me quiero referir sino a uno fundamental,
mucho más humilde y al alcance de cualquier escritor de barrio, anónimo,
inédito, desconocido, pero escritor al fin. Me refiero a la idea de comprometerse en dos sentidos
fundamentales, en primer lugar volcando en la escritura lo más auténtico de
nosotros mismos, estando abiertos y encendidos en el momento de escribir. En
fin, escribir con las tripas, con el corazón. Y en segundo lugar, el compromiso consiste en exigirnos
permanentemente para superarnos en la calidad de nuestros textos. Arriesgarnos
a imaginar, a probar nuevas estrategias, a entender otras estéticas. Otro
aspecto de esta disposición es tomar en serio lo que hacemos, valorar cada
progreso, cada pequeño aprendizaje que nos permite expresarnos con una voz
propia, abrirnos a nuevas lecturas, a nuevas voces que surgen a nuestro
alrededor. Salir del corsé de lo conocido.
Para que un escrito sea valioso, no es imprescindible que denuncie la
injusticia, o que se defina en relación con los grandes problemas de la
humanidad, sería rebajar a la literatura convertirla en un panfleto, y sabemos
que en historias aparentemente ínfimas podemos expresar profundos aspectos de
la vida humana. Es el espesor de significados de la palabra lo que constituye
una literatura auténtica. El trabajo con la riqueza de la metáfora, la alusión
y el símbolo convierten a un personaje sencillo o una historia pequeña en algo trascendente.
No creemos en el escritor demiurgo, ni en el vate-antena del más allá,
sino en el artesano laborioso, que aguza la mirada para descubrir lo invisible
de nuestro mundo, y sobre todo, que no teme conectarse con sus sentimientos más
profundos. Su única premisa debe ser no caer en el jugueteo “light” con la
palabra, lo que no impide el aspecto lúdico y placentero de la escritura, sino
que es necesario evitar la impostura, lo que suena falso, escrito para
conformar al lector, o para bajar línea. Una escritura “no light” (y espero se
me disculpe el término que robo al inglés) es una escritura que no quiere
convencer a nadie de nada, que despliega su palabra para que el lector a su vez
pueda recrearla haciéndola suya.
La tarea paradójicamente silenciosa, íntima, libre, de la escritura nos
regala un mundo más amplio, nos permite vivir muchas vidas, experimentar
pasiones insospechadas, pecar, sufrir o ser felices. Ya sea en la ficción o en
el simple ejercicio de la enunciación nuestro tiempo se pliega, se dilata, se
prolonga. Hay que animarse y perseverar con la lapicera. Nada más.
Mónica Inés Cincinnati