jueves, 31 de mayo de 2012

CONVERSACION CON MI PADRE I

Mi primer trabajo para compartir en este espacio es un homenaje a mi padre poeta, Raúl Gustavo Aguirre.
En este camino nuevo que estoy empezando a recorrer, el de la palabra escrita, descubro con infinita alegría, que, a través de sus poemas,  comencé a entablar un diálogo con él, una conversación que va más allá de su ausencia.
Muchos de sus poemas, tantas veces leídos, tantas veces sentidos, comienzan ahora a encontrar en mí una respuesta que se transforma y toma mi voz.
Inés salta los muros es un poema que escribió cuando yo tenía tres años, seguramente conmovido por esa experiencia nueva de llevar a su pequeña de la mano. Hoy, después de tantos años y desde mi sentir de mujer adulta, le contesto.



INES SALTA LOS MUROS
Raúl Gustavo Aguirre, 1959

¡Ser, como tú, en el ser!

Este árbol intenso que no tiene todavía sombra, ni más allá.

Me tomas de la mano y me conduces, y tu pequeño andar
difiere tanto del mío. ¿Quieres unirme a aquello que iluminas
y devuelves al viento? Y el viento, ¿qué más podría darte?

Las inútiles sombras en que a veces se pierde no son para ti.
Porque de aquello que te hiere y te devora para que surja
tu alegría, él y yo sólo conocemos el dolor.


INES SALTA LOS MUROS
Inés Aguirre,  mayo de 2012

Saltar los muros entonces era un juego.
Él te sostenía  la mano,
lo sabías:
nada malo podía ocurrir.

Era tan fácil.
El mundo era amable, prometía.
Padre e hija
solos los dos
creando intangibles lazos de palabras.

Los muros ya no son un juego,
su mano no te sostiene
sabes que estas sola.

A pesar del miedo
cumples con las reglas
no te echas atrás.
Saltas,
descubres que puedes.

Cada salto, un logro
a veces, un dolor.

Sabes que se lo debes.

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Ejercicio Literario 1
FIESTA MOJADA

A continuación, un ejercicio del taller en el cual, después de leer poemas de Juan L. Ortiz, Eduardo González Lanuza, Jorge L. Borges y Julio Cortazar en torno al tema de la lluvia, surge un texto autorreferencial en el cual se entremezclan palabras “robadas” a los autores leídos.

“La vida será sólo una voz querida”
Juan L. Ortiz


En el hoy dormido de pronto me asalta un recuerdo no invocado.
Fiesta en la casa, familia y amigos celebrando, una vez más, la vida. Estar juntos era una caricia innumerable.
De pronto, dios se desnuda en la lluvia, torrentes de agua majestuosa, remolinos de viento, mil brillos apagados de rayos en el cielo, fondo tupido y gris.
Los invitados parten, alegría mojada. Los vemos atravesar el blando límite del agua.
Quedamos solos, los que éramos entonces.  La lluvia, poco a poco, se vuelve minuciosa. Entonces, felices, nos refugiamos en un sueño mojado.

Inés Aguirre

miércoles, 23 de mayo de 2012

Miguelito

¿En qué lugar no existe un Miguelito? Esto pasó en mi barrio.

Un día encontré a Miguelito en la calle. Llevaba  puesta una camisa con unas flores muy grandes de colores chillones y se lo veía de muy buen humor.
Dos o tres días después,  volví a verlo. Iba vestido con la misma camisa pero además,  llevaba en la cabeza un ancho sombrero de paja con flores adheridas al ala. En sus brazos sostenía un gran ramo de claveles. Me quedé a un costado y  observé que a cada mujer joven que pasaba,  se le  acercaba y diciéndole algunas palabras,  le regalaba un clavel. Las jóvenes huían espantadas.

Conocí a Miguelito hace muchos años. Había sido amigo de mi marido en la preadolescencia.
Muchas veces salíamos a caminar y nos lo cruzábamos. La primera vez que lo vi, me impresionó un poco. En ese entonces tendría cerca de 50 años. Alto,  delgado, con abundante pelo entrecano que le caía hacia un costado del rostro,  hablaba muy fuerte y mostraba la falta de varios dientes en la boca.
Cada vez que se encontraba con mi marido, se abrazaban afectuosamente. Miguelito conversaba siempre sobre los recuerdos juveniles, las aventuras que habían compartido, o el fútbol en el campito.

Cuando lo conocí nos contó que había estado internado un tiempo  en una casa de salud mental. Pero ahora se hallaba estupendo y había retornado a su trabajo.

Luego supe que desde chico ya padecía de algunos trastornos mentales, pero era tan amigable que todos los muchachos del barrio lo tenían de amigo.
Vivía solo, se había separado hacía muchos años y no había tenido hijos.
Miguelito contaba que lo que más valoraba y disfrutaba era la libertad. Andar por la calle,  hablar con los amigos, decirle algún piropo a una mujer. Era sumamente sociable. Eso sí, todo lo expresaba en forma muy ruidosa y potente. La gente lo miraba de costado, pero  él no se daba cuenta o simplemente no le importaba.

A lo largo de los años nos encontramos muchas veces, así,  en la calle y él siempre mostrando su  cariño. Pero se lo veía cada vez un poco más excitado y gritaba al hablar.
Si yo me llegaba a cruzar sola con Miguelito, o sea sin mi marido, él me saludaba muy serio y seguía su camino.

Un día nos contó que lo “jubilaron” por adelantado a causa de su enfermedad. (Enfermedad de la cual era muy conciente).

A partir de este hecho comenzó a estar más seguido en la calle y  nosotros a encontrarlo más. Empezaba a conversar y no podía parar. Nos íbamos y él nos seguía hablando de lejos.
En uno de esos encuentros mi marido me dijo:
Pobre Miguelito. Desde que lo jubilaron está peor…
¿No tendría que estar internado? pregunté.
A mi me parece que si lo internan él se muere respondió   Está mejor así paseando por la calle, si no hace ningún daño. Se siente libre.

Por eso,  cuando lo encontré repartiendo claveles, me dio mucha pena. Le conté a mi marido la última hazaña de Miguelito y él me dijo:
Lo van a encerrar.

No lo vimos más, hasta que un día, nos dijo un vecino que había sido del grupo de amigos:
¿Se enteraron de lo que pasó con Miguelito?
¿Qué pasó? preguntamos.
Apareció una hermana. Ella no podía verlo así y lo internó en un geriátrico.
¿Y…?
Estuvo 15 días mirando la calle por la ventana intentando salir. Finalmente murió.
¿De que murió? preguntamos angustiados.
De tristeza nos respondió el vecino.

                                                                                                                                      Gely Taboadela

lunes, 14 de mayo de 2012

La casa de las palabras (Eduardo Galeano)


A la casa de las palabras, soñó Helena Villagra, acudían los poetas. Las palabras, guardadas en viejos frascos de cristal, esperaban a los poetas y se les ofrecían, locas de ganas de ser elegidas: ellas rogaban a los poetas que las miraran, que las olieran, que las tocaran, que las lamieran. Los poetas abrían frascos, probaban palabras con el dedo y entonces se relamían o fruncían la nariz.
Los poetas andaban en busca de palabras que no conocían, y también buscaban palabras que conocían y habían perdido.
En la casa de las palabras había una mesa de los colores. En grandes fuentes se ofrecían los colores y cada poeta se servía el color que le hacía falta: amarillo limón, o amarillo sol, azul de mar o de humo, rojo lacre, rojo sangre, rojo vino...