miércoles, 25 de julio de 2012

LECHO CONYUGAL

                           A Paula y Javier
Bello mueble de madera
noble altar de
impetuosos,
ingenuos
amores jóvenes.

Diste amparo
a la hija
que lloraba
su dolor
por el padre perdido.

Diste cobijo
a la madre
que radiante
amamantaba
la plenitud de la vida.

Y viviste el amor.
y viviste los sueños
que ese amor tejía.

Y viviste extrañado
el fin del amor
y gritaste la ausencia
de tu lado vacío.

Ahora sigues
tu camino nupcial
recibiendo
otros cuerpos
que escribirán
su historia
entre tus fieles brazos de madera
Inés Aguirre, julio de 2012

martes, 24 de julio de 2012

DOÑA ROSITA

II. LA ABUELIDAD DE MI ABUELA


Siempre me sentí muy cercana a mi abuela. Esto es curioso si considero qué poco tiempo pasábamos juntas en realidad. Supongo que la intensidad compensaba la cantidad.
 Desde muy chica, en algunas ocasiones, mis padres me dejaban con ella. Muchas veces me quedaba a dormir una noche y ocasionalmente varios días cuando ellos salían de viaje. Entonces, para mí, ¡empezaba la fiesta!
Mi abuela me transformaba en su princesa y me dedicaba toda su atención. A ella le gustaba mucho pasear y verdaderamente disfrutaba llevarme con ella y mostrarse con su nieta.
 Recuerdo cómo disfrutaba yo el verla arreglarse. Tenía su personalidad hasta en el vestir: era toda una ceremonia que podía llevarle fácilmente dos horas. Nunca  salía de mañana, siempre por la tarde después de comer. Se ponía con parsimonia una prenda sobre otra: parece que estoy viendo los enormes corpiños con breteles de cinta de raso que ella misma les cosía, luego la faja con cientos de tiras que ella ajustaba una por una, las medias de seda con ligas, la fina combinación y finalmente su habitual blusa blanca de cuello de volados con el jumper de lana en invierno, o el vestido de lino en verano. Tenía pocas prendas y todas muy similares, los colores, siempre azul, blanco y celeste, como si hubiese elegido una especie de uniforme que le sentaba y se apegaba a él. A veces se hacía un gracioso moñito en el cuello con una cinta roja de terciopelo, o se ponía un ancho cinturón también rojo que le marcaba la esbelta cintura, únicos detalles de color en su paleta azul celeste. Tenía un solo par de zapatos de tacón,  negro de invierno y otro blanco de verano, eso sí, de los más finos de Buenos Aires, al igual que la cartera haciendo juego. El tapado, azul,  de Marilú o un fino saquito de hilo para el verano. Usaba guantes blancos tanto en invierno como en verano. Pocas alhajas, todas de oro: unos aritos que le había regalado un alumno que nunca se sacaba, varias pulseras argolla y algunos anillos que yo secretamente envidiaba, especialmente uno del que me enamoré y que le hice prometer que sería para mí. Hoy lo llevo como talismán cuando viajo, de alguna manera tenerlo conmigo me hace sentir que ella me protege. Cosas que ni yo misma puedo explicar.
El cabello, escaso y gris con algunas finas hebras blancas (color que milagrosamente conservó hasta su muerte) se lo peinaba en un rodete que sujetaba con muchas horquillas  que, de todos modos, no lograban cumplir su función ya que siempre andaba toda “desmechada” y nadie hubiera sospechado nunca que se había estado peinando durante largo rato.
Capítulo aparte era la cuestión del maquillaje: se pintaba con colorete bastante fuerte los pómulos y con rosa subido los labios sin respetar los límites de los mismos: el resultado era bastante curioso. Las uñas de los pies y las manos, pintadas siempre de rosa. Cualquier otra persona que tuviese esas manos y esos pies se hubiese dejado llevar por el sentido común que le aconsejaría no llamar la atención sobre los mismos. Pero no mi abuela. Los dedos de las manos eran enormes y artríticos y los de los pies, ¡ay, dios mío!, una enciclopedia de deformidades…
El interior de su cartera era un ejemplo de practicidad y orden. No usaba billetera: se tomaba el trabajo de clasificar los billetes, luego los  doblaba al medio y los ataba con una gomita. En esa clasificación quedaban fuera los billetes “viejos” y los rotos, los cuales guardaba para las propinas y, si eran los de más valor, los ponía adelante para sacárselos de encima rápido. En un monederito aparte llevaba las monedas. Las llaves, las ataba con una cinta de raso celeste de modo que quedasen separadas las de las diferentes puertas del departamento.
Terminada la complicada ceremonia del vestuario, me tomaba de la mano y salíamos a la aventura.
 Íbamos al cine y luego a tomar el té , generalmente a la confitería Ideal. La mesa se llenaba de masas y tostados y yo me sentía una reina cuando los mozos de impecable traje y moñito nos atendían con deferencia. Otras veces en vez del té, era cena en El Palacio de la Papa Frita, mi preferido. Aún veo ante mí esa fuente inmensa de papas fritas soufflé ¡que me comía prácticamente yo sola! De regreso a su casa, era paso obligado el kiosco de revistas: ¡dale abue, comprame la Susie! Y ella accedía y me compraba todas las que había. Yo no veía la hora de llegar al departamento para ponerme a leer esas revistas que llenaban mis sueños de romances y aventuras….
Si por alguna razón no salíamos, entonces la fiesta era en casa. Yo transformaba ese departamentito en mi reino y ella me dejaba hacer: disfrazarme con sus cosas, revolverle los cajones para ver qué encontraba, hacer tiendas de indios con su cama, en fin, todo lo que mi imaginación daba y mucho más. Por supuesto también  el desayuno en la cama, el almuerzo y cena  a pedido y  las golosinas que nunca faltaban.
Para entretenerme, también mi abuela me contaba cuentos e historias, algunas reales, otras no tanto. Había sido “maestra de varones” como decía siempre con orgullo, y muchas veces  me contaba anécdotas de aquellos años de docencia. Siempre estaba hablando, siempre contando algo o haciendo algún comentario sobre alguien. Era un poco criticona también y me hacía reír con sus ocurrencias.
Una vez me llevó de vacaciones a Mar del Plata, ciudad que amaba porque supongo que le recordaba otros tiempos en los que iba con su esposo. Nos alojamos en el Hotel  “de los marinos”, un hermoso edificio que conservaba el aire solemne de otros años. Tengo entrañables recuerdos de ese viaje: el desayuno y la cena en un comedor magnífico con mozos de saco y moñito que nos atendían como reinas, la exquisita sopa de verduras que constituía siempre el primer plato, las meriendas de leche con vainillas en La Martona y los infaltables alfajores Havanna, el viaje en tren, los paseos por la rambla…
Y pasaron los años, y crecí. Y siempre seguí visitando a mi abuela, devolviendo como podía con mi egoísta y breve presencia de adulto, tanto amor y tanta dedicación recibidos. Pero ésa, ya es otra historia.
Continuará…  
                                                                                                   Inés Aguirre

Hay que buscar a la nena

La vi. Pasó fugazmente. Pero  la vi.
 Al rato volví a pasar y otra vez la vi. ¿Se estaba escondiendo? ¿Estaba  jugando?
 - me habrá parecido- dije entre mí.
Al otro día otra vez y al ratito otra vez. Entonces me cercioré.
 Sí, era ella. ¿Pero cuál? ¿La de seis años, frente despejada y moño en la cabeza? ¿La de ocho con flequillo o la de diez con rulos y ojos soñadores?
 Será la de catorce, que  escondía su nariz, su corte de pelo y su magro cuerpo donde pudiera para no salir en las fotos. De a poco ella  se fue amigando con sus cambios.
Pasaron  décadas. Lo que la vida le dio y le quitó no se puede pesar ni medir.
-Tenés que buscar a la nena- escuché.
Entonces me di cuenta de que la había encontrado
Estaba. No la  veía desde hacía mucho, pero estaba. La había visto y no lo podía creer. Me sentí feliz.
 La nena me miraba  y eran los ojos de todas y cada una. Más allá de las arrugas de los años. Siempre estuvo ahí. Ese era el misterio, estaba ahí y  yo no la veía.
Frente a mí, en el espejo, cada día.
Raquel Micheli

viernes, 20 de julio de 2012

Lo que pueden las palabras

             Hace  unos  años  mi marido y yo,  hicimos una excursión al norte del país. Formábamos parte de un tour con  cerca de 50 pasajeros. El paseo incluía una guía turística, era una joven muy simpática y  amena,  que  no llegaba a los 30 años en ese momento.
            Ya nos había llamado la atención, lo bien que relataba los sucesos históricos de los lugares por los que  pasábamos. Contaba detalles de forma tal,  que se notaba el gusto que tenía por la historia de nuestro país.
Cuando llegamos a  Cafayate,  nos dieron tarde libre, por lo cual  con mi marido,  fuimos a tomar un café en unas mesitas colocadas alrededor de la plaza principal. La guía, que justo pasaba,  nos vio y se  acercó. La invitamos a acompañarnos  y comenzamos una charla mucho más personal que la que  podíamos tener cuando estábamos con el resto de los pasajeros de la excursión.
 Nos contó  varias cosas: Que estaba muy cansada de trabajar como guía turística, aunque el trabajo le gustaba. Pero  tenía que viajar  todas las semanas, siempre con una  excursión nueva y eso la agotaba, impidiéndole  una vida normal. También nos contó,  aunque ya   lo habíamos notado, que le encantaba la historia. Claro, que se había dado cuenta de ese detalle precisamente al  estudiar turismo. Sentía  como que no podía salir de eso, y además necesitaba del trabajo para vivir.
Conversamos un rato largo  y le dijimos que a veces había que tomar decisiones difíciles, pero que a la larga  podían llegar a  mejorarle la calidad de vida, etc. etc. y  era una pena que gustándole tanto la historia no la estudiase.  Sugerimos que tal vez, tendría que buscar la forma de ver como organizaba trabajo con estudio....          

Pasaron varios  años y un día que  viajaba a Bariloche por mi trabajo, estaba en Aeroparque,  cuando  se me acerca una mujer que no reconocí  en ese momento y me dice:
Soy fulana de tal, del viaje que Ud. hizo al norte. Es probable que Ud.  no lo recuerde, pero la tarde que charlamos en Cafayate me cambió la vida.
¿En serio? pregunté asombrada.
Si. Sigo trabajando con el turismo, pero en otro horario y ahora estoy fija en Bs. As. No hago más esos viajes donde estaba toda la semana arriba de un micro.
¡Que bien!
A partir de la charla de esa tarde con Ud.  y su esposo,  me decidí finalmente a estudiar  Historia. Para eso hablé con mis jefes y arreglamos otra forma de trabajar....
Ahh…
Me faltan 2 materias para recibirme de Profesora de Historia. Ud. no sabe lo bien que me hizo esa charla y como me movilizó para generar cambios en mi vida.
Te felicito dije con verdadera alegría
Estoy muy contenta de poder encontrarla y decirle ¡gracias por la ayuda!
Quedé asombrada, no sabía que mi marido y yo  habíamos influido tanto en la vida de una persona con la cual apenas habíamos  compartido solo unos días.
Realmente me dio mucha alegría y pensé cuántas veces alguien te dice o hace algo, que te puede cambiar todo el panorama y la persona que lo provoca,  ni siquiera lo sabe.....o como en mi caso, se entera muchos años más tarde.

Gely Taboadela

jueves, 19 de julio de 2012

Y de golpe todo cambió


Carlos, Victoria y yo trabajamos durante unos pocos días al año, en el Centro Atómico de un hermoso pueblo que se hizo famoso, por la Central Atómica y por estar a la orilla de un  gran lago, rodeado de montañas.  Sus  habitantes son sumamente cordiales.
Hoy es el último día de ensayos en el recinto del reactor. Mañana temprano  volveremos a la capital.
Por suerte,  ya casi terminamos.   Los tres  estamos  muy contentos. Siempre nos pone alegres concluir bien un trabajo.
Le digo a Victoria que después de terminar,  querría  salir a caminar y comprar chocolates para la familia, de esos rellenos con frutos del bosque…
Adoro este lugar, me gusta tanto que a veces  me olvido que vengo a trabajar.  Ver el paisaje con las montañas nevadas  reflejadas  en el  lago, me da  sensación de bienestar.
           Son  los últimos toques y listo el trabajo. Comento a mis compañeros:
¿Qué les parece si  como despedida,  vamos a cenar a un restaurante que vi en la calle central del pueblo?  Se especializan en truchas…
Dale,  vamos acepta Victoria. Yo la voy a pedir con una salsita de champiñones.
 Hum…  a mi me gusta al natural con un poco de mantequilla y papas… Se me hace agua a la boca dice Carlos
Bueno,  me faltan dos mediciones y ya está.  Si quieren ustedes vayan  yendo a la cabina de control a medirse  y los alcanzo en un ratito agregué
Listo, por fin terminé, pensé mientras guardaba todo. Me mido,  me cambio y salimos. Creo  que aún podemos aprovechar algo del solcito.
Vamos Victoria, apurate que me toca a mí entrar a la cabina.
¡Por fin! Cómo tardaste rezongué.
Entré a la cabina, cerré la puerta y puse en funcionamiento los controles
¿Qué pasa? ¿Por qué se encienden las luces y suenan todas las alarmas?
      Qué raro,  algo anda mal.
      A ver, voy a probar entrar varias veces seguidas. ¡Pucha!, sigue igual.
Ah… allí viene el oficial de seguridad.
Creo que se descompuso el aparato digo mirándolo a los ojos.
Me miró, controló  durante unos minutos los contactos y respondió:
 No, todo anda perfecto   Observé  preocupación en el tono de voz
  Es que parece que te contaminaste.
  ¿Cómo?  grité,  clavado en mi garganta el temblor, mientras  las piernas se me aflojaban…
Comencé a marearme y un sudor frío me recorría la espalda.
  Me estás bromeando lo miré aterrorizada.
    No, no es broma Vas a tener que ir a descontaminarte. Mientras lo haces,  trataremos  de ver en el laboratorio que pasó.
 ¿Y cómo hago para descontaminarme? Es la primera vez que me sucede en todos  los años que vengo a este reactor.
  Bueno… dijo suavizando la voz. ─ Vas a las duchas, te fregás el cuerpo varias veces con cepillo y jabón, luego venís y te medís. Lo tenés que hacer hasta que los sensores  indiquen cero. Mientras vamos a revelar las placas  de tu vestimenta y controlar tu lapicera.
¿Controlaste  tu lapicera sensora cada hora, como marcan las normas? preguntó.
  No, la verdad es que casi no la miro. Nunca pasó nada.
El oficial de seguridad me miró y meneó la cabeza a ambos lados. Se notaba  bastante molesto.
Con mucho cuidado y miedo hice todo lo que  me indicó. Mientras,  pensaba cuan cerca del borde vivimos sin darnos cuenta.
 Me froté con el cepillo hasta que la piel me quedó roja y dolorida. Finalmente los controles dieron el OK y pasé al área no restringida.  Me vestí y  salí:
Carlos y Victoria me estaban esperando. No debía tener buena cara, pues  Carlos  me dijo:
  No te hagas malasangre inútil. Vas a ver que no es nada… Mañana viajamos a la capital y allí te hacés análisis de sangre.
Seguro te va a dar todo bien me consolaba Victoria
En ese momento apareció el oficial de seguridad y dijo:
Ya averiguamos qué fue Hubo un escape de radón y vos estabas muy cerca de la boca del tanque. Para la próxima cuidate más.
Me quedé triste, había perdido toda la alegría que tenía hacía tan solo un rato. ¿Como podía ser que en tan poco tiempo se  pasara de la alegría a la preocupación?
Caminábamos los tres por la calle central del pueblo. Carlos y Victoria iban riendo de algún chiste y  hacían  bromas.
Mirá me señala Carlos, ahí están los chocolates que querías comprar.  
¿Entramos? invitó Victoria
No gracias. Voy al hotel – los veo mañana en el aeropuerto.
¿Pero y la trucha? ¿No íbamos  ir a cenar? – preguntó Victoria.
No tengo apetito, gracias. Vayan Uds. respondí.

Gely Taboadela

jueves, 12 de julio de 2012

Adela

    Adela espera sentada en la orillita del banco de la plaza. Se arregla el bretel. De su solero brotan pétalos de amapolas y con una asombrosa precisión toma uno y le da color a sus mejillas. Mira las copas de los árboles. En seguida una bandada de pájaros sale de sus pupilas y se posa en el jacarandá más próximo.
     Cuando Adela cruza las piernas  y acomoda su pollera caen pepitas de oro de su falda. Adela espera inquieta, piensa y sonríe. Recuerda el mar y la espuma le moja los pies.
       Adela está enamorada.

                                                                                                 Mónica Cinccinati

martes, 10 de julio de 2012

CONVERSACION CON MI PADRE III

YO

Yo reúno tus rostros tus gestos tus palabras
vivo de tus imágenes como el agua del cielo
yo te devuelvo al sol a las glicinas
al reino tuyo a tu calor
yo te desato de la noche que te olvida
te devuelvo a los días más bellos de la tierra
esta tierra que quiere ser parecida a ti

y que te necesita para maravillarme

Raúl Gustavo Aguirre
 1951



ATARDECE

Atardece el cielo
cien fuegos ardiendo
deshilachadas nubes navegan
en lenta, armoniosa danza
que inventa el viento.

Atardece mi vida
contemplando
el esplendor
desde la
empequeñecida tierra.

Tierra dura, hostil
que te necesita
vida
para maravillarme.

Inés Aguirre
2012

Nueva integrante

"Palabras en las manos"  da la bienvenida a una nueva integrante:
Luz Subiela (Ver datos en Quienes Somos)

lunes, 9 de julio de 2012

La máscara

          El castillo se encontraba en  ruinas. La escalera interna que debió ser muy bella, tenía los escalones de madera carcomidos y de la baranda solo existían unos cortos tramos. A pesar de ello el hombre se arriesgó y subió como pudo hasta el piso superior. Recorrió un largo pasillo a oscuras. El olor a humedad,  a podrido  hacían el aire irrespirable, pero tenía una meta fijada hacía mucho tiempo y no le importaban los obstáculos.
Finalmente llegó a lo que supuso era la biblioteca. Tuvo que forzar la puerta, pero los herrajes estaban tan oxidados que cedieron rápidamente y cayeron al piso.
Los estantes cubiertos de libros se veían  enmohecidos, con polvo y grandes telas de araña.  Abrió con esfuerzo los ventanales y la luz entró de lleno. ¿Cuántos años haría que estaban cerrados?
Comenzó a buscar. No tenía idea de dónde podría encontrarla.  Revolvió cajones llenos de excrementos de ratas y murciélagos. Sacó libros que se deshacían al simple contacto con la mano. Durante varias horas hurgó minuciosamente todo lo que se encontraba en la biblioteca del abandonado castillo  del Marqués Colbert. Desorientado se  sentó a descansar un momento en un destripado sillón y al darse vuelta  la vió. Allí estaba ella.  La máscara.  Apoyada en uno de los estantes más pequeños, apenas se la veía.
Hacía tantos años que la buscaba y ahora  la tenía frente a él. Su tamaño podía ser el de la cara de un hombre común. La tomó entre sus manos con cierto temor. Amigos y familiares se reían  de él diciendo que  estaba loco,  que dedicaba la vida a una búsqueda inútil, pero sabía que si la encontraba se haría de una cuantiosa  fortuna. Corría la voz de  que sus antiguos dueños para protegerla, aseguraban que estaba embrujada. Por supuesto  él, no creía en esas cosas.  Era una leyenda que luego se había transmitido durante tres generaciones. En días gélidos y al  calor del hogar, se contaban historias de muertes terribles causadas por la máscara. Creció con la obsesión de encontrarla, sobre todo cuando supo que estaba cubierta de esmeraldas,  rubíes y zafiros de azul intenso.
Pero en ese momento se la veía tan sucia que hasta dudaba si se trataba de la máscara original. Miró a su alrededor y divisó un escritorio. Tiró al piso de un manotazo todo lo que se encontraba en su superficie y abrió un maletín con todas las herramientas que había traído. Comenzó a limpiarla con un paño y unas substancias que iba sacando del maletín. Al rato comenzaron a aparecer unos brillos. Esos reflejos  hicieron crecer su  entusiasmo y entonces limpiaba con más ahínco.
Su  padrino le decía de niño que la máscara ya tenía varios muertos en su haber. ¿Quién  podía creer esa tontería? Finalmente  quedó limpia y observó en detalle cómo estaba construida. La base del rostro  estaba hecha en oro de un buen espesor y en la frente le colgaba una hermosa  diadema de esmeraldas enormes. ¿Cuánto podrían darle por cada esmeralda? Pero además a los costados se veían unas flores muy trabajadas compuestas de rubíes y zafiros de un azul que encandilaba. ¡Era bellísima! No llegaba siquiera a  imaginar lo que podrían pagarle por esta cantidad de piedras preciosas más el oro de la base. Deslumbrado pensaba:
-Vamos a ver que me dicen ahora que la encontré, todos esos pájaros de mal agüero.
Los ojos de la máscara eran dos huecos de forma achinada. Allí no había más que dos orificios. ¿Estaba un poco mareado con el brillo de las piedras o veía visiones? Le parecía que los dos agujeros de los  ojos huecos lo miraban. No solo miraban, sino que hasta le parecía ver en ellos un dejo de burla. Verdaderamente estaba muy cansado, días buscando este lugar,   casi sin comer ni dormir. Eran ideas suyas.
Lo importante es que  ya había concluido la búsqueda y ahora el tema era llevarla a Londres,  donde tenía buenos contactos para desarmarla y vender piedra por  piedra. Acondicionó una caja con algodones y estaba tratando de acomodarla en ella cuando de nuevo tuvo la sensación de que los ojos huecos lo miraban con sorna.
En ese instante tuvo un impulso que parecía no provenir de su propio cuerpo. Sus  manos se aferraron una a cada costado de la máscara y aunque él no lo deseaba,  querían colocar la máscara en su rostro.
Hizo todo el esfuerzo que pudo, no quería colocarse la máscara, pero sus manos no  obedecían la orden de su cerebro y con terror veía como máscara y  manos  se acercaban cada vez más a su rostro. Movía la cabeza con desesperación tratando de eludirla, pero no hubo caso.
Finalmente con un golpe brusco la máscara se  incrustó en su rostro. Atormentado, quería sacarla, pero sus manos, que ahora sí le volvían a obedecer, no tenían la fuerza suficiente. Estaba totalmente adherida a su cara. Quería gritar, pero no podía. Ahí se dio cuenta de que no existía cavidad para la boca y tampoco para los orificios de la nariz. Las únicas cavidades que tenía la máscara, eran las de los ojos rasgados, que a esta altura  reían maliciosamente. Comenzaba a faltarle  aire y seguía insistiendo en quitársela con las manos. Ya casi no podía respirar más. Se dio cuenta en ese instante fatal,  que había llegado su fin.
Cayó al suelo y luego de varias convulsiones quedó muerto. Fue entonces cuando la máscara se desprendió suavemente del rostro y rodó al piso, lista para su próxima víctima.
                                                                                                             Gely Taboadela              

martes, 3 de julio de 2012

El primer amor

Cuando empecé a vivir mi adolescencia, sentía gran curiosidad  por saber  cómo sería experimentar esa sensación de estar enamorada. Ya hacía tiempo que entre las amigas tratábamos de saber que pasaría cuando alguien del sexo opuesto  se nos acercara, cómo sería el sabor de un beso en la boca. Algunas de nosotras, ya habíamos tenido alguna propuesta, como:
Me gustás… ¿querés andar conmigo? pero los mecanismos de defensa impuestos por los mayores para cuidarnos como:
  Sos muy chica… ya vas tener tiempo…. hacían que nos negáramos a cualquier propuesta de este tipo. No nos estaba permitido. Por lo menos así era por los años 50.
Mi primer beso fue a los 14 años. Un beso robado. Era un chico dos años mayor que yo, Daniel, primo de mi primo Raúl, y nos conocíamos desde chicos.
A esa edad idealizábamos el amor romántico, devorábamos las novelas  de  Corín Tellado. Los amores en estos relatos eran puros y castos, a veces tumultuosos, al borde del abismo, podían caer en el pecado que los expondría a la maledicencia de la gente. Siempre tenían un final feliz y por supuesto los protagonistas se casaban por Iglesia, con todas las de la ley.  También era ingenuo el cine de la época y al ver las películas nos imaginábamos a nosotras mismas en las escenas de amor, como la  protagonista que cae en brazos de su enamorado.
Pero los tiempos cambiaban. Y no nos creíamos tanto la novelita rosa, buscábamos más explicaciones. Para variar, nosotros también como adolescentes pensábamos de nuestros padres que no sabían nada y, a la vez no era fácil romper con los modelos de nuestras madres y abuelas.
Daniel, mi galán, siempre venía a mi casa con la excusa de ver el partido de futbol en la tele, porque en la de Raúl no había. Yo me daba cuenta de que estaba atrás mío y esperaba con ansia cada domingo para verlo, pero sin darme por enterada. Era todo miradas de ambos lados. Uno de esos domingos se le ocurrió la  idea  para verme a solas…
  Marta,… por favor, ¿me darías un vaso con agua?...
Yo asentí. Me dirigí a la cocina y él me siguió. Cuando me di vuelta para alcanzarle el  vaso, me plantó el beso…el primero…. Me sonreí, temblé un poco…por fin había sucedido. Salí apurada de la cocina, por si nos veían.
Días después celebrábamos la primavera. Ya “estábamos metidos” “andábamos” como se decía en esa época, pero a escondidas de nuestros padres. No duró mucho, en dos meses más ya me estaba enamorando de otro.
Nos seguimos viendo mucho tiempo en las fiestas familiares, siempre como amigos, hasta que cada cual tomó su camino. Pasaron 30 años  y nos volvimos a encontrar en el casamiento de una sobrina en común. Su mirada tenía hacía mí  un dejo de nostalgia, el mismo candor  y ternura de aquella vez. Sonriéndome, ante mi asombro me dijo, mientras tomaba mi mano entre las suyas:
 ¡Estás preciosa! ¡Estás igual!
 Me emocioné, halagada, sin atinar a decir nada. Además fue delante de su mujer. Me descolocó. En ese instante supe que él nunca se había olvidado de mí.
Meses después, estando en una reunión de familia, mi prima me contó que Daniel había fallecido de un ataque cardíaco.
Creí que tenía un recuerdo chiquito, guardadito muy dentro mío,  pero al saber de su muerte se salió de mí, se hizo grande, importante. Me dio la oportunidad de valorar y entender las palabras de Daniel, en ésa definitivamente…la última vez.
                                                                      
  Raquel Micheli

El prendedor

Un día llegó a la casa Juan con un paquetito. Ya había pasado por las convenciones necesarias. Pedido de mano, aprobación de los padres. También la fecha de casamiento había sido fijada. Matilde abrió apresurada el regalo que su novio le ofreció. Su boca se abrió con asombro. Le encantó el broche resplandeciente de marquesitas con una perla en el  centro. Corrió hasta el espejo de la sala y lo prendió con cuidado en el borde del cuello alto de su blusa bordada. Quedó extasiada contemplándose, mientras Juan, un poco más atrás, la miraba con ternura.

            -Sí- le gusté. Enseguida estuve en su cuello. Percibí el temblor de su piel a través de la blusa. Por la noche  me desprendió con sumo cuidado y me guardó en estuche de terciopelo. Me sacaba de vez en cuando y a veces me prendía en la solapa de algún traje cerca de su corazón. Yo hubiera querido salir más seguido, hasta que me di cuenta de que en realidad no  me olvidaba sino que me reservaba para ocasiones importantes. No era que me cambiaba por otro, sólo era que tanto me quería, que temía perderme y por eso me cuidaba como un tesoro. Eso era amor.

            Se casaron, tuvieron hijos y el prendedor siempre la acompañó en los momentos más felices. Está en las fotos en el bautismo de los hijos, los cumpleaños, una salida al teatro.  Lo lucía con orgullo.
Tuvo otros regalos de oro y piedras preciosas, pero para ella, ese prendedor siempre fue  el más valioso.
                                                                                                              Raquel Micheli

Sueños rotos

                       ¿Sueños rotos?... algunos sí, otros a medias, pero… mirando hacia atrás, aunque nunca tuve grandes ambiciones de fama ni de éxitos, la música y mi profesión docente me dieron satisfacciones. Tuve y tengo la oportunidad de subir, de una manera sencilla, el escalón hacia un escenario, recibir aplausos y reconocimiento. Mi tarea docente fue hecha con amor y vocación. Resultó gratificante.
            En ese camino de sueños tuve los  importantes en mi vida afectiva, que se fueron agrandando y deshaciendo por más que los apuntalara o me esforzara. Se fueron yendo como el agua entre los dedos. ¿Será acaso que hay sueños que nacen torcidos?
            Sin embargo siempre aparecen más sueños y si me gustan les doy bandera libre para que inicien su carrera y lleguen a la meta.

Cada sueño que se cumple entra en el cuadro de honor de mis recuerdos, al lado de los primeros que son mis hijos.
            La vida es para mí como una fábrica de sueños que me regala  uno a cada momento. Cuando se cumple uno, ya voy en busca del próximo. Estoy en ese camino.
                                                                                                                       Raquel Micheli